Habrás oído
decir más de una vez que la luz del Sol es blanca. Esto, lo que realmente
quiere decir, es que es la suma de todos los colores del espectro visible,
aquellos que forman el arcoíris: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y
violeta (ordenados de una mayor a menor longitud de onda).
Sin embargo,
al interactuar con la atmósfera de la Tierra, la luz choca en su camino con las
partículas que la componen, principalmente nitrógeno y oxígeno. Dado el tamaño de estas partículas, se produce
entonces el denominado “scattering Rayleigh”.
Según
este fenómeno, la probabilidad de dispersión de la luz es mayor cuanto menor es
la longitud de onda. Así, mientras los colores rojos y naranjas siguen una
trayectoria más o menos recta; los azules y violetas son dispersados en una mayor
medida. Este hecho se traduce en el color azul que estamos tan acostumbrados a
ver (pues el ojo humano es muy poco sensible al violeta).
Imagen obtenida de la página web de NOAA Earth System Research Laboratory (http://www.esrl.noaa.gov)
¿Y los tonos
anaranjados de amaneceres y anocheceres? En ambos momentos del día y dada la
posición del Sol, cercana al horizonte, su luz debe atravesar una distancia
mucho mayor de la atmósfera. Es por ello que el color azul es tan dispersado
que se pierde y apenas llega nada a nuestros ojos. Cosa que, por contra, si
hacen el naranja y rojo, responsables de teñir el cielo de esos tonos tan
característicos.
Imagen obtenida de la página web de NOAA Earth System Research Laboratory (http://www.esrl.noaa.gov)